Soy escritor. Al menos así lo siento. Hilvano palabras con las que emborrono rimeros de hojas en blanco. Les otorgo vida propia, joder. A los folios, a los cuadernos donde tomo notas —siempre de cuadritos y con el filo derecho de diferentes colores—, y a la pantalla de mi ordenador (un viejo Mac Bock que más pronto que tarde me pedirá la licencia). He publicado hasta ahora dos libros de relatos y dos novelas. Escritos tengo algunos más esperando su hora, y mi cabeza es un hervidero de personajes e historias a las que dar forma. Hasta tengo lectores (gracias a Dios), algunos habitan entre vosotros y me retroalimentáis con vuestros comentarios valiosísimos. Escribir se ha convertido en una necesidad para mí, plasmar en frases pensamientos, emociones, preocupaciones, sensaciones, ilusiones, figuraciones que pululan por mi mente como caballos desbocados, impresiones, divagaciones, paridas, chorradas varias, y un largo etcétera. Es ya como una forma de vida a la que lo único que le falta es convertirse en el suero que sostiene la esperanza del enfermo (a día de hoy lo es solo en el plano místico y espiritual, claro). De esta jodida ocupación u oficio comen muy pocos, casi ninguno diría yo. Y qué te puedo decir de mí, pues lo mismo. Lo demás es parafernalia. A ello hay que sumarle que soy poco dado a zambullirme, cual buzo a la caza del tesoro, en el mundillo literario, y en el cultural en general. Tengo amigos y amigas escritores, sí, y algún que otro pintor, algún músico y un cantante de tangos, pero con ellos lo que prima por encima de lo demás es la amistad y las experiencias compartidas, también la ilusión, cómo no, pero esta última en el grado que cada cual quiere darle. Como dice uno de ellos, aquí, si no tienes padrino, no te comes un rosco. O, como dice una buena amiga y mejor escritora, es un puto milagro que sigamos escribiendo todavía, con lo jodidamente desagradecido que es este mundillo (los tacos son de mi cosecha; ella emplea un lenguaje exquisito). Lo cierto es que dicha necesidad, la de plasmar en vocablos cualquier cosa que pasa por mi mente, se ha convertido en un ejercicio de altruismo al que acabas por acostumbrarte, no sin cierto grado de resignación, es cierto, pero también con la alegría intrínseca de que, cuando concluyes un texto (si es que los textos acaban alguna vez para quien los crea), una oleada de placer te inunda el alma y hace que te sientas otro; uno muy diferente al que fuiste cuando acabaste el anterior trabajo. Porque escribir te transforma, te va royendo el alma, despojándote de capas, hasta mostrarte facetas de ti mismo que desconocías. Es un viaje con un destino incierto que siempre comienza en el mismo lugar: el inmisericorde enfrentamiento a la hoja en blanco. Y de eso, por más que duela reconocerlo, no tienen ni jodida idea los lumbreras de los críticos ni los afanosos de las editoriales. Aún así, amigos, y a pesar de todo, que nunca me falten tinta y papel.